El campo de exterminio: la barbarie como política de seguridad en Río.
La memoria de las víctimas exige que transformemos nuestra indignación en una acción legislativa coherente.
La declaración del presidente Lula, en la que describe el operativo policial en Río de Janeiro como una "masacre" y un "desastroso", deja en evidencia lo que ya sabíamos: el Estado brasileño actúa con doblez. Una que debería proteger y otra que extermina.
La frialdad del gobernador Cláudio Castro al calificar esta matanza como un «éxito» revela la normalización de una política de muerte con un color, una clase y un objetivo definidos. No estamos ante un caso aislado, sino ante la máxima expresión de un proyecto genocida arraigado en las estructuras de seguridad pública.
Como parlamentario que siempre ha luchado por los derechos de las comunidades más vulnerables, veo en la masacre de Río un reflejo de aquello contra lo que luchamos a diario en nuestras ciudades. La escena de cuerpos alineados en una plaza pública, recuperados por los propios vecinos, es la antítesis del Estado de Derecho democrático.
Esta exhibición pública de los muertos representa una ruptura del contrato social y la transformación de la política de seguridad en un espectáculo de terror. Lo que presenciamos no fue una operación policial, sino un ritual de poder destinado a la subyugación mediante la violencia.
La determinación del ministro Alexandre de Moraes de preservar las pruebas de la operación, si bien necesaria, llega demasiado tarde. La participación de la Policía Federal en las investigaciones es fundamental, pero insuficiente dada la magnitud de lo ocurrido. Debemos preguntarnos: ¿cuántas operaciones similares se han llevado a cabo sin ningún tipo de escrutinio? ¿Cuántos cuerpos han sido enterrados sin un examen forense adecuado? La verdad que buscamos no reside únicamente en los detalles de esta acción concreta, sino también en el patrón histórico de violencia que la hizo posible.
La defensa de los derechos humanos, principio que siempre ha guiado mi labor parlamentaria, es hoy un compromiso contra la barbarie que presenciamos en Río de Janeiro. Cuando el Estado comienza a tratar a un sector de la población como un enemigo a eliminar, nos enfrentamos a lo que se denomina un «estado de excepción permanente». La transformación de las órdenes de detención en una licencia para matar no es un fallo operativo; es la materialización de un proyecto político que niega la humanidad de las personas pobres y negras.
La movilización del gobierno federal a través de los Ministerios de Justicia, Derechos Humanos e Igualdad Racial demuestra el reconocimiento de la gravedad institucional del caso. Sin embargo, no podemos conformarnos con medidas reactivas. Es necesario un proceso profundo para desmantelar la cultura militarista que prevalece en nuestras fuerzas policiales. La audiencia ante el Supremo Tribunal Federal representa una oportunidad histórica para que el Poder Judicial asuma su papel de contrapeso a estos excesos, pero el cambio estructural depende del Poder Legislativo.
El gobernador de Río, al celebrar la masacre, revela la faceta más perversa de una política de seguridad que lleva décadas demostrando su fracaso. Su «éxito» se mide en cadáveres, no en vidas salvadas, ni en comunidades pacificadas, ni en derechos garantizados. Esta lógica de la guerra como solución solo reproduce el ciclo de violencia, alimentando el crimen que pretende combatir mientras destruye el tejido social.
Por lo tanto, no basta con investigar. Es necesario deconstruir. Como legislador, reafirmo mi compromiso con la agenda de desmilitarización de la policía, el fortalecimiento de las oficinas del defensor del pueblo y la implementación de un modelo de seguridad centrado en el ciudadano. La memoria de las víctimas exige que transformemos nuestra indignación en acciones legislativas coherentes. El mejor homenaje que podemos ofrecer a estas 119 vidas es la construcción de un nuevo paradigma de seguridad pública.
El clamor que resuena desde Río de Janeiro no es solo por justicia, sino por la existencia. Como miembro del Parlamento, seguiré en la lucha por la resistencia democrática, convencido de que la única seguridad verdadera es la que protege la vida, no la que la arrebata. Brasil debe elegir entre ser un país que mata o un país que se preocupa. Y nuestra postura, como siempre, es a favor de la vida.
*Este es un artículo de opinión, responsabilidad del autor, y no refleja la opinión de Brasil 247.



