Avatar de Reynaldo José Aragón Gonçalves

Reynaldo José Aragón Gonçalves

Reynaldo Aragón es periodista especializado en geopolítica de la información y la tecnología, con especial atención a las relaciones entre tecnología, cognición y comportamiento. Es investigador del Centro de Estudios Estratégicos en Comunicación, Cognición y Computación (NEECCC – INCT DSI) y miembro del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología en Disputas y Soberanía de la Información (INCT DSI), donde investiga los impactos de la tecnopolítica en los procesos cognitivos y las dinámicas sociales en el Sur Global. Es editor del sitio web codigoaberto.net.

141 Artículos

INICIO > blog

El asedio invisible: cómo Estados Unidos está reocupando América Latina

Bases, cables y puertos: la nueva arquitectura de dominación que transforma a América Latina en el eje vital para la supervivencia del imperio americano.

Presidente de Estados Unidos Donald Trump - 28/10/2025 (Foto: Evelyn Hockstein/Reuters)

Estados Unidos está reconstruyendo silenciosamente su arquitectura imperial en el hemisferio sur. Desde el litio hasta los cables submarinos, desde los puertos hasta el ciberespacio, el continente se está convirtiendo una vez más en el territorio clave para la supervivencia estadounidense frente a la devaluación del dólar, el ascenso de China y la revolución soberanista del Sur Global. Latinoamérica es el nuevo frente: ya no de guerras convencionales, sino de infraestructura, datos y narrativas.

La supervivencia del imperio

El imperio estadounidense entró en el siglo XXI rodeado de sus propias ruinas. Ningún poder sobrevive impunemente a la erosión de su mito. Lo que una vez fue un proyecto global de expansión y dominación por la fuerza —consolidado en la posguerra con el dólar, el petróleo y el miedo— se está transformando en una estructura defensiva, obsesionada con preservar lo que queda de su poder. El nuevo rostro del imperialismo es el cerco: ya no son invasiones, sino arquitectura; ya no son ejércitos, sino infraestructura.

Desde 2020, y a un ritmo exponencial tras la pandemia y la guerra en Ucrania, Estados Unidos ha estado redefiniendo el mapa de su presencia global. Europa se ha vuelto demasiado cara, Asia demasiado peligrosa y Oriente Medio demasiado predecible. Lo que quedó fue su patio trasero histórico: Latinoamérica. Un territorio vasto, rico e inestable, dotado de todos los recursos que un imperio en decadencia necesita para mantenerse a flote: energía, minerales, alimentos, redes de telecomunicaciones y gobiernos vulnerables.

En el siglo pasado, el imperio se sustentaba en petróleo barato y guerras prolongadas; en este, se sustenta en datos, minerales críticos y el control de las rutas de información. La estrategia es simple y brutal: transformar Latinoamérica en el nuevo Oriente Medio del siglo XXI, un territorio funcional para la supervivencia de Estados Unidos, capaz de proporcionar energía, estabilidad logística y dominio informativo a escala continental. Si antes Washington necesitaba bases para tanques, ahora necesita puertos, cables y centros de datos para algoritmos.

El motor de esta transformación es silencioso, pero constante. El Comando Sur (SOUTHCOM) coordina una red de infraestructura que se extiende desde las Antillas hasta las Guayanas, pasando por Honduras, El Salvador y Colombia. Bajo el pretexto de combatir el narcotráfico, los desastres naturales y brindar ayuda humanitaria, se está erigiendo un sistema de presencia permanente y vigilancia total. De igual manera, el Departamento de Estado y la DFC (Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de Estados Unidos) invierten miles de millones de dólares en “financiamiento estratégico” para minerales críticos e infraestructura digital, siempre con el mismo objetivo: debilitar la presencia china, neutralizar a los BRICS e impedir el avance de cualquier soberanía real.

Estados Unidos ya no coloniza territorios; coloniza dependencias. Latinoamérica se ha convertido una vez más en el laboratorio donde el imperio pone a prueba sus nuevas formas de control: bases rotatorias, puertos privatizados, plataformas digitales, acuerdos de cooperación cibernética y redes de vigilancia bajo la bandera de la seguridad hemisférica. Todo esto para garantizar que ninguna potencia emergente —ni China, ni Rusia, ni siquiera Brasil— logre transformar el Sur Global en un polo de poder autónomo.

Lo que está en juego es la supervivencia del imperio y la contención del futuro. Washington sabe que si pierde el control sobre Latinoamérica, pierde el último pilar que sustenta el dólar, su poderío militar y la ilusión de universalidad de su modelo. Por lo tanto, la guerra ha dejado de ser un acontecimiento para convertirse en una condición permanente: una guerra invisible, librada dentro de una red de cables, satélites, leyes y relatos.

El imperio estadounidense, en última instancia, lucha contra el tiempo. Y es precisamente en este desesperado intento de contención —este afán de congelar la historia— donde reside su debilidad. Porque cuanto más intenta el imperio controlar el mundo, más se le escapa de las manos.

La arquitectura del asedio

La nueva dominación imperial ya no se impone mediante tanques ni infantería de marina: se construye sobre capas de infraestructura. Cada base, puerto, cable submarino y acuerdo de «cooperación cibernética» es una célula de una arquitectura global invisible. El imperio rediseña su poder no mediante el control directo de los gobiernos, sino a través del control indirecto de las infraestructuras que sustentan la vida moderna: energía, datos, logística y narrativa. América Latina se ha convertido en el epicentro de esta transición.

Bajo el mando del SOUTHCOM, Estados Unidos mantiene actualmente una red de puestos de presencia militar "flexibles", los llamados Ubicaciones de seguridad cooperativa — en Aruba, Curazao, El Salvador y Honduras. Las autoridades describen estas instalaciones como «bases sin bandera»: no exhiben tropas permanentes, pero permiten una movilidad constante. Desde allí, se lanzan misiones de vigilancia marítima, espionaje electrónico, transporte de tropas y entrenamiento de fuerzas locales. No hay costo político: son bases invisibles, operadas bajo la apariencia de cooperación técnica.

Mientras tanto, el imperio está construyendo su infraestructura de poder digital. Gigantes norteamericanos —Google, Meta, Amazon, Microsoft— están tendiendo cables submarinos que conectan el continente con el Atlántico Norte y el Pacífico, transformando a Brasil y Chile en centros neurálgicos de la conectividad global. Cada cable, cada centro de datos y cada contrato en la nube conlleva la promesa de progreso, pero también la trampa del control: la soberanía informativa de los países se externaliza a corporaciones con sede en Washington. El poder militar y el poder de los datos convergen, fusionando el Pentágono y Silicon Valley en un complejo militar-digital sin precedentes.

La tercera capa es económica. La DFC (Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de EE. UU.) y el programa Asociación de seguridad de minerales Los proveedores de servicios de minería (MSP, por sus siglas en inglés) funcionan como el brazo financiero de esta ingeniería. Bajo la apariencia de desarrollo sostenible, canalizan inversiones hacia la minería, la energía y la infraestructura "segura", es decir, sin presencia china ni rusa. En la práctica, compran influencia y fijan cadenas de producción en órbitas de dependencia. La disputa por el litio, el cobre y el niobio se libra con hojas de cálculo, no con bombas.

Por encima de estas tres capas —militar, digital y financiera— se alza una cuarta: la guerra de la información. El imperio construye narrativas de miedo e inestabilidad para justificar su presencia. La lucha contra el narcotráfico, la lucha contra la desinformación y la defensa de la democracia son etiquetas que enmascaran el verdadero objetivo: preservar el control sobre la región e impedir la consolidación de centros autónomos. Cada programa de «cooperación digital» y cada capacitación en «ciberseguridad» es una operación psicológica disfrazada de alianza.

El resultado es un asedio silencioso. Desde Soto Cano hasta Chancay, desde Comalapa hasta Santos, desde Lajas hasta Valparaíso, Latinoamérica está hoy atravesada por una red de poder tan densa como discreta. El imperio ha aprendido a ocupar sin invadir, a controlar sin declarar, a dominar sin manifestarse. La nueva guerra no se anuncia; se impone.

Bases, puertos y cables: la nueva cartografía de la dominación

La geografía de la dominación ha cambiado. Los imperios antiguos erigieron murallas y fortificaciones. El imperio contemporáneo construye bases rotatorias, puertos privatizados y cables submarinos. Ya no hay banderas ondeando, solo logotipos corporativos, tratados de cooperación y contratos de «seguridad hemisférica». Latinoamérica se ha reconfigurado como un tablero de ajedrez de circuitos: las líneas de fibra óptica reemplazan las trincheras, las zonas portuarias se convierten en centros logísticos y los acuerdos comerciales en tratados de subyugación tecnológica.

En el norte de la región, la Base Aérea Soto Cano en Honduras funciona como el pilar del poder aéreo estadounidense en Centroamérica. Allí, helicópteros, aviones de carga y equipos de operaciones especiales se despliegan en misiones que abarcan desde la frontera mexicana hasta el Caribe. El Comando de Operaciones Especiales de Comalapa (CSL) en El Salvador alberga aeronaves de vigilancia y reconocimiento que monitorean el corredor del Pacífico. En Aruba y Curazao, bases compartidas operan como centinelas del Caribe, rastreando embarcaciones y comunicaciones electrónicas bajo el pretexto de combatir el narcotráfico. Es el mismo modelo de control total, disfrazado de colaboración.

Estos puntos no existen de forma aislada; conforman una red estratégica de movilidad y observación. Puertos y aeropuertos civiles se adaptan para recibir contingentes, drones y sensores. Lo que aparenta ser infraestructura civil es, en esencia, infraestructura dual, preparada para uso militar en tiempo real. Esta flexibilidad es el secreto de la nueva hegemonía: ocupar sin ocupar, disuadir sin declarar la guerra.

En el ámbito marítimo, el imperio avanza sobre los centros logísticos del continente. El Canal de Panamá se reintegró a la esfera de influencia directa estadounidense tras la retirada de Panamá de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. El puerto de Chancay, en Perú, construido por China, se ha convertido en blanco de espionaje, presión diplomática y campañas de desinformación. Los puertos brasileños y chilenos —Santos, Itaguaí, Valparaíso— son objeto de disputa entre fondos y constructoras vinculadas a Washington y Wall Street. Cada terminal, cada contrato de dragado, cada consorcio de contenedores tiene más peso geopolítico que un batallón de infantería de marina.

Bajo tierra y en el lecho marino discurre el sistema nervioso de la dominación: los cables de datos. Google, Meta y Amazon controlan la mayor parte de las líneas de fibra óptica que conectan Sudamérica con internet. Firmina, Monet, Curie, Humboldt: nombres técnicos para rutas de poder. Estos cables definen el tiempo y el espacio del hemisferio: quien controla la latencia controla el comercio, la información y, por lo tanto, el discurso. El imperio comprendió que la soberanía digital es soberanía política y actúa para impedir que cualquier país del Sur Global desarrolle cables o nubes independientes. Por eso el proyecto del Cable de los BRICS fue saboteado silenciosamente: porque significaba libertad.

Así, el continente se transformó en una inmensa infraestructura de contención. El mapa de América Latina revela, bajo la superficie, una arquitectura integrada de vigilancia y extracción: bases militares conectadas a puertos de exportación, puertos vinculados a corredores mineros y cables que conectan todo con centros de datos controlados por el Norte. Es un sistema de dominación que no necesita ocupar territorios físicos, solo capturar flujos vitales: energía, información y movilidad.

El asedio, por lo tanto, es topológico: invisible, modular y permanente. Latinoamérica es hoy el espejo invertido de Oriente Medio: sin tanques en las calles, pero con sensores en la nube; sin ocupaciones declaradas, pero con ocupaciones de infraestructura. El imperio ya no quiere banderas: quiere funciones, quiere conexiones, quiere datos. Es la dominación perfecta, la que no se ve, pero que estructura todo lo que existe.

Minerales críticos y el saqueo del siglo XXI

Bajo la superficie de la retórica ecologista y la transición energética, se despliega una nueva carrera imperial. El planeta intenta sustituir el petróleo, pero el imperio simplemente cambia su materia prima. Ahora, el oro negro es blanco: litio. Junto con él, el cobre, el niobio, las tierras raras y el grafito conforman el núcleo de la economía de la era digital. Quien controle estos elementos controlará los circuitos del futuro, y Estados Unidos lo sabe. Por lo tanto, Latinoamérica es, una vez más, la mina de la historia: el lugar donde la energía se transforma en poder y la soberanía en mercancía.

En los últimos años, Washington ha tejido una red financiera y diplomática para capturar el corazón minero del continente. La DFC (Corporación Financiera de Desarrollo) Y Asociación de seguridad de minerales Los programas de cooperación internacional (PCI) son sus instrumentos principales. Bajo la bandera de la “cooperación sostenible”, estas instituciones adquieren participaciones en proyectos estratégicos, ofrecen préstamos condicionados e imponen “normas ambientales” que, en la práctica, funcionan como barreras geopolíticas para China y Rusia. El discurso es técnico; el objetivo, geoestratégico. Lo que se presenta como protección ambiental es, en esencia, la protección del monopolio estadounidense sobre las cadenas críticas de la nueva economía.

Argentina se convirtió en el primer gran laboratorio de esta política. El gobierno de Javier Milei, en abierta alianza con Washington, abrió el triángulo del litio a las empresas mineras occidentales. Compañías estadounidenses y canadienses avanzan en los salares mientras la DFC (Departamento de Comercio Exterior) prepara líneas de crédito para el "desarrollo energético" que vinculan al país a la infraestructura exportadora y al dólar. El litio argentino no financiará la industrialización nacional; servirá como combustible para las fábricas de baterías en California y Texas.

En Chile, donde el Estado intenta mantener cierto control sobre el recurso, la presión es más sutil: acuerdos de “transparencia”, alianzas público-privadas y fondos multilaterales disfrazados de inversiones verdes. La disputa gira en torno a la autonomía regulatoria. En Bolivia, el método es distinto: sabotaje institucional y litigios. Cada retraso en los contratos con consorcios chinos o rusos representa una victoria indirecta para el imperio, que ya no necesita intervenir; solo necesita generar incertidumbre.

Brasil es el gran premio. Con su potencial en niobio, grafito y tierras raras, el país concentra materias primas que definirán el siglo XXI. Por eso, Washington está intentando, por todos los medios, influir en la política minera y energética brasileña: desde las reservas presalinas hasta las energías limpias, todo se considera un activo geopolítico. La DFC y grupos de reflexión Quienes están vinculados al Departamento de Estado ofrecen colaboraciones, informes y hojas de ruta de integración verde. Lo que está en juego no es la extracción, sino el valor añadido: si los minerales se procesarán aquí o se exportarán en su estado bruto para sostener la industria estadounidense.

Mientras tanto, los mismos actores que financiaron guerras por petróleo ahora financian empresas emergentes de minería verde. La retórica de la sostenibilidad oculta la misma lógica de saqueo, solo que con un barniz ESG. El imperio ha aprendido a usar el lenguaje de la conciencia ecológica como un arma de poder: salvar el planeta, siempre y cuando siga bajo su control.

La carrera por los minerales críticos es, por lo tanto, el frente clandestino de la nueva dominación. Cada contrato minero es un tratado de dependencia. Cada acuerdo de “cooperación tecnológica” es una línea de código escrita en la arquitectura de la subordinación. América Latina, que podría ser la cuna de una transición energética soberana, corre el riesgo de repetir el destino de Oriente Medio: exportar el futuro e importar el pasado.

Guerra de información, guerra cibernética y narrativa.

Si bien la dominación contemporánea tiene un rostro visible en sus bases y puertos, su verdadera esencia se oculta en lo invisible: la guerra por la mente y por el significado. Ningún imperio sobrevive únicamente mediante el control de la materia; también debe controlar la percepción. Y es en este campo —el informativo— donde Estados Unidos erige su fortaleza más sofisticada. La guerra ha dejado de librarse en las trincheras y ha comenzado a librarse en pantallas, en algoritmos y en las leyes que definen lo que se puede o no se puede decir.

Tras el colapso de Poder suave El imperio, con su discurso clásico —basado en Hollywood, los medios corporativos y la ilusión de la democracia liberal—, reinventó su lenguaje. A partir de 2016, con el auge de la guerra híbrida global, Washington transformó la retórica de la libertad en un instrumento de vigilancia. La defensa de la democracia comenzó a justificar la censura, las sanciones, el espionaje y la intervención digital. La vieja diplomacia dio paso a la manipulación de la percepción. La frontera entre comunicación, seguridad y guerra simplemente desapareció.

SOUTHCOM coordina actualmente una compleja red de MISO (Operaciones de apoyo a la información militar( ) — operaciones de influencia y guerra psicológica — dirigidas al continente latinoamericano. La estructura es discreta: empresas privadas de análisis de datos, ONG de verificación de hechos, fundaciones y laboratorios académicos financiados por el Departamento de Estado. El objetivo es moldear la esfera pública regional, desacreditar a los gobiernos soberanistas y legitimar la presencia estadounidense como «necesaria» para combatir la desinformación. Es colonialismo 4.0: ganarse corazones y mentes con hashtags.

Tras el cierre de Centro de compromiso globalLa coordinación de estas acciones pasó al Pentágono, al Comando Cibernético de EE. UU. y al Comando de Operaciones Especiales (SOCOM), en cooperación directa con las grandes tecnológicas. Las plataformas digitales se convirtieron en extensiones de la política exterior estadounidense. El algoritmo es ahora un soldado disciplinado: amplifica las narrativas prooccidentales, reduce el alcance de las voces disidentes y monitorea, en tiempo real, la adhesión ideológica de los usuarios. La manipulación es invisible y continua; el campo de batalla es el pienso.

En términos legales, el imperio opera a través de lawfare Transnacional: la instrumentalización selectiva del derecho para destruir adversarios políticos y frustrar proyectos de soberanía. El discurso anticorrupción y de defensa institucional se ha convertido en la fachada moral de la guerra híbrida. El caso brasileño es el prototipo: la Operación Lava Jato abrió las puertas a la desindustrialización, el debilitamiento de Petrobras y el retorno a la dependencia externa. Cada sentencia judicial y cada acuerdo de culpabilidad fueron armas de precisión en una ofensiva informativa global.

La guerra cibernética completa el asedio. Las alianzas entre Estados Unidos y países latinoamericanos en materia de “defensa digital” y “cooperación tecnológica” generan dependencias infraestructurales. Lo que aparenta ser asistencia técnica es, en la práctica, acceso privilegiado a datos gubernamentales, redes críticas y comunicaciones oficiales. La soberanía digital se desmantela bajo el pretexto de la interoperabilidad. Mientras tanto, las operaciones cazar hacia adelante Las misiones presentadas por USCybercom como misiones de protección en realidad funcionan como recopilación preventiva de inteligencia en servidores aliados.

Este equipo — MISO, lawfareLa ciberdefensa y las grandes tecnológicas conforman el rostro invisible de la nueva dominación. No mata; condiciona. No censura explícitamente; reduce la visibilidad. No destruye físicamente; deslegitima simbólicamente. La víctima cree ser libre mientras repite inconscientemente las palabras de su opresor. El imperio ha descubierto la fórmula perfecta: la guerra psicológica permanente, librada bajo el pretexto de la libertad de expresión.

América Latina se encuentra actualmente en el epicentro de esta lucha cognitiva. Cada noticia, cada discurso, cada ley relativa a las plataformas digitales es una batalla por la soberanía de la realidad. Y es aquí, en el territorio del lenguaje y la percepción, donde se decide el futuro de la región. Porque quien controla el significado, controla el mundo.

Lea el texto completo en

*Este es un artículo de opinión, responsabilidad del autor, y no refleja la opinión de Brasil 247.

Artigos Relacionados